Artículo seleccionado y publicado en la Agenda Latinoamericana Mundial 2019
Durante los últimos veranos, los vecinos de los sectores
altos de la localidad de Olmue, apacible pueblo de la zona central de Chile,
han tenido que convivir con la falta de agua potable o bien con su distribución
a través de camiones aljibes. Esta realidad lejos de ser una excepción a la
regla, se ha convertido en un testimonio cada vez más frecuente, sobre todo en
aquellos países donde sus Estados han privilegiado la permanencia de un modelo
de desarrollo sustentado principalmente en la sobre explotación de bienes naturales
finitos, sin considerar los impactos que el cambio climático está dejando en
los ecosistemas. El agua más allá de ser un “recurso” extraíble para los
procesos productivos, es un bien estratégico e ineludible a la hora de
proyectar la supervivencia en el Planeta. En la actualidad una de cada diez
personas en el mundo no tiene acceso a agua potable y según proyecciones del
Foro Económico Mundial se estima que para el 2030 habrá una demanda un 40% más
alta que no podrá ser abastecida, unos 1.400 niños mueren a diario producto de
diversas enfermedades derivadas de la falta de saneamiento y alrededor de 770
millones de personas no cuentan con agua, en su gran mayoría quienes viven en
situación de pobreza, barrios marginales o sectores rurales. El agua dulce es
por hoy la principal fuente de abastecimiento para satisfacer nuestras
múltiples necesidades, siendo tan solo el 2,5% del total del agua disponible en
el planeta, la que en gran medida está congelada en los polos y glaciares o
circulando en surcos subterráneos, ríos o lagos. Desde el relato que dicta el
sentido común, queda fuera de toda discusión que el acceso al agua destinada a
la población esté mediatizada por su disponibilidad para los enclaves
productivos del extractivismo, la mega minería, la producción energética y la
agroindustria, sin embargo, lo que podemos vislumbrar es que las legislaciones
de muchos países en vías de desarrollo que sacralizan las cifras macro económicas
por sobre la justicia ambiental y la equidad social, han invertido sus
prioridades, promoviendo marcos legales que dan amplias garantías a las grandes
empresas sin considerar las urgencias del futuro como eje estratégico en la
construcción de políticas públicas que HOY son impostergables. Las realidades
son diversas y sin pretender ser alarmista, todas ellas en el contexto de la
necesidad de resguardar el agua como bien indispensable (y por lo pronto
irremplazable) tienen una carga de dramatismo, desde comunidades que se
desplazan kilómetros para encontrar algún acuífero y regresar con un par de
tinajas, a aquellas que deben surtirse de agua a través de camiones aljibes que
no garantizan su inocuidad y potabilidad, vecinos cuya relación con el agua es
a través de un vínculo clientelar donde el pago de un boleta deja en evidencia
el carácter privatizador que en muchos países del mundo rige su administración
o poblados que han visto violentado el derecho a la vida por aquellas empresas
que disputan el uso del agua básicamente como un recurso al servicio de
rentabilizar sus proyectos y quienes por otra parte distantes de la
problemática, derrochan desde el surrealismo de quienes gozan de privilegios en
tiempos de escases. Cuando la ONU
reconoce que el acceso al agua es un derecho humano inalienable, lo hace dejando en claro que no puede existir
conveniencia empresarial o política, ni legislaciones o normas que prioricen el
mercado como filtro regulador del acceso a un bien sin el cual la vida en el
planeta es inviable. En esta resolución, la ONU llama a “los Estados y
Organizaciones internacionales a proveer recursos financieros, construcción de
capacidades y transferencia tecnológica, a través de asistencia y cooperación
internacional”, sin embargo, esta declaración puede tener diversos matices
según sea la permeabilidad política de los Gobiernos, la solidez de sus
instituciones y la vulnerabilidad de sus políticas públicas frente a las
presiones adjuntas a los tratados de libre comercio que en su gran mayoría son
el salvo conducto para aquellas transnacionales que continúan con las prácticas
de usurpación intensiva. En mi país, Chile, son cerca de 417 mil las personas
que sufren directamente la falta de agua, en un Estado que hace alarde de sus
cifras macro económicas y de su posicionamiento en el escenario internacional
como país en vías de desarrollo, pero que no obstante ello, ha decidido
mantener desde sus elites gobernantes un modelo de gestión y administración de
las aguas que privilegia el mercado y la propiedad privada sobre un elemento
vital e indispensable para la subsistencia.
Joel González Vega
Músico de Al Otro Pueblo
Activista Socio ambiental
Vocero Movimiento Libres
de Alta Tensión